ADVIENTO: ESPERANZA EN PASADO, PRESENTE Y FUTURO
Pasado, presente y futuro son tres dimensiones de la temporalidad del ser humano. La liturgia –que es como el horizonte en el que convergen lo divino y lo humano– nos invita a reflexionar en el tiempo de Adviento acerca de las tres venidas de Cristo: la primera que celebramos en Navidad; la presente, cotidiana y constante, que se realiza especialmente en la Eucaristía y se entreteje en nuestra historia; y, por último, la definitiva que tendrá lugar al final de los tiempos y que llamamos «parusía». La Iglesia nos insiste, por tanto –en pasado, presente y futuro– en la esperanza porque, esta florece si Jesús se hace presente.
El próximo 1 de diciembre comenzamos el Adviento con la lectura de Mt 24, 37-44, en la que se nos exhorta a permanecer en vela para estar dispuestos ante la venida del Mesías. ¿Cómo puede ser esta preparación?
En primer lugar, mediante el paso del ruido a la escucha atenta. Para sintonizar con el Adviento intentemos distanciarnos del consumismo, de las luces, los chismes, el ajetreo, las prisas, los móviles… Recordemos que, cuando Elías deseaba hablar con Dios, no lo encontraba en un «huracán violento», ni en un «terremoto», ni en el «brillo de un rayo», sino que finalmente lo descubrió en la «voz de un silencio suave» (cfr. 1 Re 19, 9-18). La escucha atenta nos pone en disposición de conocer el proyecto apasionante de Dios (cfr. Ef 1, 9).
En segundo lugar –como dijimos–, preparándonos. Pero… ¿para qué? Esta pregunta nos coloca ante el abismo de la muerte, acontecimiento que solemos alejar de nuestros pensamientos tanto como nos es posible. Sin embargo, no hay nada más ingenuo que vivir una vida de espaldas a ella. ¿Es factible acercarnos a la muerte como una realidad capaz de iluminar nuestra vida? La experiencia de la pérdida de un ser querido nos sitúa ante un silencio doloroso; a veces solo roto por un llanto que se escurre entre la tristeza del pasado y el miedo al futuro. Los hijos de Dios sabemos que nuestro destino último no se encuentra en esta vida: la Vida Eterna ya ha comenzado y nosotros peregrinamos hacia ella cargados de debilidades, aunque también llenos de gracia. Jesús se nos muestra como el amigo fiel que saldrá a nuestro encuentro diciendo: «venid vosotros, benditos de mi Padre; heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo» (Mt 25, 34). Debemos pelear la batalla cotidiana de la conversión; no podemos evadirnos de una lucha en la que nos va la vida. En cambio, estamos seguros de que Cristo ya la ha ganado por nosotros. El miedo, por consiguiente, abre la puerta luminosa de la esperanza.
¿De dónde brota esa confianza? El Señor, escondido en el vulnerable rostro de un niño junto a María, es nuestro modelo. La conversión nace de la humildad que nos anima a repetir con san Pablo: «llevamos este tesoro en vasijas de barro, para que se vea que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no proviene de nosotros. Porque cuando soy débil, entonces soy fuerte» (2 Co 4,7. 12,10). Caminar en el Adviento es asumir nuestros cansancios y limitaciones, romper nuestros apegos y egoísmos, acompañar los pasos del Maestro hacia nuestros hermanos más necesitados.
Que la sencillez de la venida de Jesús al mundo, silenciosa, mueva nuestro corazón para escucharlo, estar en vela y esperarlo; y, así, brillar y anunciar que «Dios es luz y en él no hay tiniebla alguna» (1 Jn 1, 5).
Equipo de Evangelización